lunes, 19 de abril de 2010

Manzana mordida


No sé si existe el olor a manzana mordida, pero para mí es el olor particular que emanaba mi abuela, cuando acompañaba pacientemente mis juegos infantiles en el parque de la plaza de Uyuni. Por muchísimos años, me había olvidado de ese olor particular, hasta que volví a sentirlo emanando de las casas en un barrio viejo de Sucre. Los rostros que ahora veo en la calle me son completamente desconocidos, pero este aroma me hizo sentir en casa, un efecto similar al que me producen los techos de teja española, las paredes blancas y los jardines con pasifloras. Por primera vez hice conciencia plena acerca de la seguridad que me dio el abrazo de mi abuela y su beso cariñoso en la frente cuando -como resultado de una de mis travesuras-, me caí del carrusel del parque. Este recuerdo grato es ahora uno de los mayores tesoros de mi vida, al igual que el olor a manzana mordida.

domingo, 18 de abril de 2010

La Peste


Los objetos viejos desplegaban una sombra un tanto tétrica en la casi penumbra de la habitación. Solamente se filtraba un haz de luz por la ventana de la derecha; alguien la había dejado abierta tal vez por olvido. Una vez que mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad pude ver que el centro de la habitación estaba ocupado por un camastro de metal con un cubrecama anaranjado y almohadones blancos. A un costado del camastro había una repisa con la imagen de un santo y candeleros de cerámica con pequeñas velas apagadas y un poco más a la izquierda dos roperos de madera, que a pesar de encontrarse raídos por el uso y desvencijados por el tiempo, todavía exhibían un tallado magnífico en las columnas de madera y unos adornos de enchapado con dibujos complejos en los cuerpos centrales. Un aparador de madera oscura al lado de la ventana sostenía un espejo magnífico de bordes de madera tallada, aunque parecía que el vidrio del espejo había ido adquiriendo un color marrón oscuro, quizás también por efecto del paso del tiempo. De pronto mis ojos descubrieron un retrato en blanco y negro de mis abuelos, se los veía jóvenes, sonrientes y muy contentos. Mi abuelo tenía puesta una camisa de color claro, corbata negra y chaleco; a su lado mi abuela aparecía con dos trenzas y un chal que cubría parte de su blusa. No fue el rechinar de la madera del piso cuando empecé a caminar por la habitación lo que me hizo perder la concentración en los detalles de la fotografía de mis abuelos, sino el insoportable olor a humo de diesel que se había colado de la calle por la ventana abierta. La modernidad tercermundista que ha llegado a mi país con ejércitos de vehículos chatarra para el servicio público y privado que ahora impiden respirar, violentó con esta su peste la escena surrealista de la habitación. Esta peste la invadió y colonizó, como ahora ocurre con las demás ciudades del valle y con cada aspecto de mi cotidianeidad desde hace algunos años atrás.