Las palmas de sus manos la protegieron inútilmente de la caída al suelo, porque el primer puntapié en el estómago la hizo rodar por el asfalto candente. Luego se sucedieron más patadas y golpes por todo su cuerpo. Sintió que sus músculos se desprendían dolorosamente de su cuerpo. Las heridas abiertas en su rostro, dejaban manar sangre que se coagulaba rápidamente bajo el ardiente sol del valle y las lágrimas de sus ojos impedían observar el dolor de su alma por el castigo físico que recibía. Los comerciantes de los puestos de venta contiguos observaban impávidamente la escena, como si estuvieran de acuerdo con la paliza que su pariente aplicaba a la esposa. En el valle, las familias extendidas suelen monopolizar los negocios informales de electrodomésticos y repelen con violencia cualquier intento de competencia.
Días atrás, Alicia se había encontrado por casualidad con su prima. Esta le contó con desesperación el abandono de su esposo y sus urgencias económicas para criar a sus tres hijos. En un arranque de inocencia, Alicia le dijo que podría establecer su puesto de venta de electrodomésticos en la calle, tal como lo había hecho ella misma cuando se casó. Los parientes de su marido, que ya tenían puestos de venta en la acera, la ayudaron económicamente, aunque ella tuvo que trabajar duramente para sacar adelante el negocio, mientras su esposo se dedicaba a pasear en su automóvil, a hacer relaciones públicas, a organizar la fiesta patronal o preste, a llevar las cuentas del negocio y una vez al mes viajaba a Chile con sus parientes para proveerla de mercaderías.
Después de curar sus heridas físicas y morales –o tal vez antes-, le tocará informar a su prima que no fue aceptada en el “clan comercial” y que deberá buscarse la vida en otra actividad. A unas cuadras del lugar, se exhibía una película acerca de otra Alicia que visita un país de maravillas, para escapar al triste destino de esposas que la sociedad asigna a las mujeres desde siempre…
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