jueves, 27 de mayo de 2010

Derrame de petróleo

Hasta hoy he tenido mucha suerte. Tengo una habilidad especial para encontrar bancos de peces en sitios remotos donde mis compañeros de la colonia normalmente no se atreven a volar. Yo simplemente intuyo donde están los peces, extiendo mis alas, vuelo un rato hasta ganar algo de altura, y me lanzo en un planeo rasante hacia el lugar. Nací con esta habilidad, pareciera que puedo oler a los peces a muchos kilómetros de distancia. Por otro lado, siempre levanto el vuelo contra el viento, porque esa fue la primera lección de honor que me enseñó mi padre; el placer de volar no es gratuito, así que debe costar al menos el esfuerzo de aletear contra el viento, sintiendo su fuerza contra el rostro y las alas. La segunda lección de mi padre fue aprender a volar muy cerca de la superficie del agua, tocándola sutilmente de cuando en cuando con la punta de las alas. En cambio, para tener éxito en la pesca, lo mejor es ponerse a favor del viento, de modo que la caída en picada hacia el pez sea contundente. Creo que he aprendido mucho de mi padre, y aunque ya ha fallecido hace un tiempo atrás, poner en práctica sus enseñanzas me acerca diariamente a ese su espíritu combativo. Mis compañeros saben que conmigo tienen asegurado el almuerzo, así que simplemente me siguen. Hoy ya llevábamos volando dos horas y de repente distinguí claramente un cardumen de arenque cerca de la superficie, con sus plateados cuerpos resplandeciendo al sol; había llegado el momento. Debí ganar un poco de altura en mi vuelo, tal vez llegar a unos diez metros de la superficie y de pronto me lancé en picada con mis alas y patas echadas hacia atrás, mi pico apuntando al pez elegido y mis ojos atentos a su movimiento errático en el agua. Durante mi veloz caída en picada, hice girar lentamente mi cuerpo; uno o dos giros bastarán para introducirme como un proyectil dentro del agua y mi presa quedará atrapada dentro de mi pico, tal vez sorprendida por la repentina oscuridad. En mi caída, me di cuenta con satisfacción que mis compañeros me seguían y también se lanzaban en picada al agua. Pero el sabor del agua era raro y cuando salí a flote, el mar olía extrañamente a azufre; vi en los rostros de mis compañeros la misma expresión de asombro cuando salieron a flote. No importa, me tragué mi arenque con habilidad, la cabeza adelante para evitar que sus escamas me dañen la garganta. Luego pegué el brinco acostumbrado para levantar el vuelo contra el viento y extrañamente no pude remontar vuelo, había una sustancia grasosa extendida por mi cuerpo, por mis alas y patas que me impedía moverme con la facilidad acostumbrada. Mis hermanos graznaron primero suavemente y poco a poco con desesperación. No podíamos volar y estábamos todos manchados con una grasa oscura que flotaba en el agua. Nuestros esfuerzos desesperados nos agotaron y al final quedamos más embadurnados de grasa y completamente extenuados. Permanecimos flotando en el agua en silencio, mientras el sol empezaba a ponerse por el horizonte. Al amanecer tuve dificultades para que mis ojos se acostumbraran a la luz de la aurora; hice conciencia de haber pasado una noche terrible, el arenque que me comí me sentó pésimo y tuve tremendos dolores en el vientre. El olor a azufre me mareaba, pero no perdí el sentido por un solo momento y me parecía que el tiempo se había congelado en un cierto momento de la noche. Al mirar alrededor, algunos de mis compañeros flotaban muertos y otros agonizaban en silencio. Solo entonces hice conciencia que yo también agonizaba. Hasta ayer he tenido mucha suerte, pero hoy debo iniciar el ritual de la muerte. Me duele morir de esta manera indigna, manchado con quien sabe qué cosa espesa y maloliente, pero ya no tengo fuerzas para intentar el vuelo contra el viento, en realidad ya no puedo moverme. Padre, espera por mí que voy en camino, soy tu hijo, el pelícano pardo que enseñaste a volar.

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